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jueves, 5 de agosto de 2021

LOS MODALES EN LA MESA: LA CASA DEL MORALISTA

En Pompeya se encuentra una pequeña casa  de dos edificios que se denomina la Casa del Moralista, o la Casa de Epidio Himeneo. Este nombre aparece en diversas partes de la casa y en seis ánforas, y se cree que era el propietario de la domus y se dedicaba al comercio de vinos. El sobrenombre de Casa del Moralista le viene por las palabras que se pueden leer en los muros del triclinio de verano. En general, se trata de recomendaciones sobre buena educación en la mesa. Una ya no tiene tan claro si están escritas en tono irónico o no, pero son altamente significativas de las costumbres de buen tono y modales que se debían demostrar en la mesa. Tengamos presente que, dada la cantidad de vino que se ingería, y dada la variedad de personajes que pululaban por los comedores –clientes, parásitos, amigos de amigos, sombras, libertos enriquecidos-, ciertas recomendaciones nunca estaban de más.


En las paredes del triclinio de la Casa del Moralista encontramos tres sentencias. La primera hace referencia a dejarse lavar los pies por el esclavo destinado para ello antes de subirse al triclinio, y de tener cuidado con manteles y servilletas de lino:

Abluat unda pedes, puer et detergeat udos
Mappa torum velet, lintea nostra cave!

La de la pared de la izquierda invita a evitar peleas. Si esto no fuese posible, la pared nos invita a irnos a nuestra propia casa:

(Insanas) lites odiosaque iurgia differ
Si potes aut gressus ad tua tecta refer!



La de la pared del fondo nos recomienda no mirar a la mujer de otro con ojitos lánguidos y no soltar palabras malsonantes:

Lascivos voltus et blandos aufer ocellos
Coniuge ab alterius sit tibi in ore pudor!

Los comensales vulgares, las bromas de mal gusto, las borracheras, las licencias amorosas... todo esto nos evocan las palabras escritas en estos muros. También la voluntad por parte del propietario de quedar bien como anfitrión, al menos en la teoría.


Fuentes:  

CIL  IV, 7698. 

lunes, 8 de enero de 2018

ANFITRIONES TIRÁNICOS EN LAS MESAS ROMANAS: TANTO VALES, TANTO COMES


A partir de un cierto momento, que podemos situar según las fuentes hacia finales del siglo I dC, una moda cruel se impone entre la aristocracia: servir platos diferentes a los invitados en función de la importancia social o personal que tienen para el anfitrión. Este sistema de reparto de alimentos, junto al de la posición que se ocupa en el triclinio (que ya fue objeto de una entrada anterior en este mismo blog), es un sistema infalible para marcar las jerarquías en la mesa: se reproduce la escala social y se establece públicamente lo que cada cual vale a ojos del anfitrión quien, de esta manera, se convierte en un maestro de ceremonias que reparte la comida como un príncipe en busca de la admiración de sus súbditos.

Conocemos esta moda de menospreciar a los convidados a través de las fuentes escritas, especialmente los autores satíricos Juvenal y Marcial. Ambos tuvieron que soportar en algún momento de su vida este trato desigual: Juvenal sufrió el destierro y la pérdida de su patrimonio y Marcial cayó en desgracia cuando su protector, Séneca, tuvo que suicidarse.
Los dos autores nos nutren de numerosos ejemplos de maltrato al convidado que abarcan diferentes aspectos.

El primero de ellos es la calidad de la propia comida que se sirve. Marcial echa en cara a un tal Póntico: “¿por qué no me sirven la misma cena que a ti? Tú tomas ostras engordadas en el lago Lucrino, yo sorbo un mejillón habiéndome cortado la boca. Tú tienes hongos boletos, yo tomo hongos de los cerdos; tú te peleas con un rodaballo, en cambio yo, con un sargo. A ti te llena una dorada tórtola de enormes muslos; a mí me ponen una picaza muerta en su jaula” (Mart. III,60). Los ejemplos en este sentido son abundantes. Juvenal dedica toda una sátira a criticar la vergonzosa cena de un tal Virrón, quien humilla a sus invitados más humildes marcando una diferencia sensible entre ellos y él mismo y sus invitados más poderosos: “Mira qué cuerpo tiene la langosta que traen al amo, cómo realza la bandeja, y con qué guarnición de espárragos tan completa, y esa cola con la que desdeña a la concurrencia mientras se aproxima traída en alto  por  las manos del imponente camarero. A ti en cambio se te sirve en una escudilla minúscula un langostino encerrado dentro de medio huevo, una comida de ofrenda fúnebre” (Iuv. V,80-85).


Las humillaciones no se limitan a las preparaciones, sino que abarcan también a los condimentos: “El amo rocía su pescado con aceite del Venafro. Por el contrario, la col descolorida que te traen a ti, desgraciado, olerá a candil” (Iuv. V,86-88), dejando claro que al pobre cliente se le ha dado un aceite de segunda regional, más apto para la iluminación que para el consumo. El maltrato se extiende también al pan: “un pan que apenas se puede partir, unos trozos ya enmohecidos de harina apretada que dan trabajo a las muelas y no permiten ni un mordisco. Pero el tierno y blanco como la nieve y elaborado con blanda harina candeal se reserva para el amo” (Iuv. V,68-71). Y pobre de ti si intentas coger pan del cesto equivocado, porque un esclavo te llamará la atención: “¿Quieres tú, comensal descarado, atiborrarte del cesto habitual y reconocer el color del pan que te corresponde?” (Iuv. V,74-75).  En esta misma cita se hace patente otro de los factores que sirven para marcar la desigualdad entre los comensales: la humillación llevada a cabo por los esclavos del servicio de mesa que, como “objeto de lujo” que son, tienen venia por parte del anfitrión para llamar la atención y mirar por encima del hombro al convidado pobretón. De hecho, el trato mortificador por parte de los esclavos es una de las mejores formas para humillar a un cliente, dejándole claro que se le invita solo por obligación: “Un esclavo comprado por tantos miles no sabe hacer la mezcla a los desharrapados; mas su hermosura, su juventud, se merecen que mire por encima del hombro. ¿Cuándo se acerca a ti el getulo? Aunque lo ruegues, ¿cuándo se presenta para suministrarte agua caliente o fría? (Iuv. V,60-64).


Por supuesto, la discriminación abarca también a las bebidas. De nuevo se queja Marcial de la calidad del vino y ya de paso también de la vajilla: “Nosotros bebemos en copas de cristal; tú, Pontico, en murrinas. ¿Por qué? Para que una copa transparente no deje ver dos vinos distintos” (Mart. IV,85). Y lo mismo podemos decir del agua: “Si el estómago del amo siente ardores a causa del vino y la comida, se le pide agua hervida más fría que las nieves géticas”, nos dice Juvenal, pero puntualizando que “El agua que bebéis vosotros es diferente” (Iuv. V,49-52).


Se podría pensar que los testimonios de Marcial y de Juvenal están salpicados de cierto rencor, debido a su situación clientelar. Sin embargo, otros autores más pudientes confirman en sus textos esta práctica tan mezquina por parte de la nobleza, dejando claro no solo que no se trata de una queja clasista por parte de los autores satíricos, sino también que buena parte de la aristocracia rechazaba esta moda. Plinio el Joven, abogado, escritor, científico y patricio como el que más, nos relata una cena en casa de alguien que considera despreciable, en la que se hacen tres tipos de distinciones: los más poderosos, los más humildes y los libertos, y condena claramente esta moda reciente, “esta nueva combinación de extravagancia y avaricia”:

“disponía copiosos manjares para él y para unos pocos y despreciables y escasos para los demás. Había distribuido también el vino en recipientes pequeños distinguiendo tres tipos, no para que hubiera posibilidad de escoger, sino para que no hubiera medio de rechazar: uno para él y para mí, otro para sus amigos menos íntimos -pues clasifica a sus amigos en diferentes grados- y otro para sus libertos y los míos. Lo advirtió el que estaba recostado junto a mí y me preguntó si lo aprobaba. Le dije que no; repuso: “-Entonces, ¿qué criterio sigues tú? -Brindo a todos lo mismo; pues invito a una comida, no a una afrenta, y trato de igual a igual en cualquier aspecto a quienes he igualado en mesa y triclinio. -¿También a los libertos? -También; pues entonces los considero comensales, no libertos” (Plin.Ep.2,6).

Si el objetivo final de esta moda era incomodar a clientes y libertos hay que decir que se conseguía. Marcial nos dice: “Me invitas por cien cuadrantes y tú cenas a base de bien. ¿Me invitas, Sexto, a cenar o a sentir envidia?” (IV,68). Es decir, Marcial echa en cara que se le invite por cien cuadrantes, o lo que es lo mismo, el valor de la sportula en sus tiempos. Por lo tanto, el patronus estaría pagando una cena por valor exacto a lo que se estipula por convención social. Juvenal ni siquiera sugiere que pueda ser por tacañería, sino simplemente por mala intención: “Quizá pienses que Virrón está mirando por la economía. Hace esto para que sufras” (Iuv.V,156-157). Y condena tanto al anfitrión tiránico como al comensal pobretón y conformista, que aguanta lo que sea con tal de sentarse a la mesa de un patricio: “si puedes aguantarlo todo es que debes. Un buen día ofrecerás tu cabeza pelada al cero para que te den golpes en ella, y no temerás sufrir duros latigazos, digno como eres de un banquete así y de un amigo tal” (Iuv. V,170-174).

Sea como fuere, esta “nueva combinación de extravagancia y avaricia” como diría Plinio no era una costumbre totalmente generalizada ni tampoco aceptada por toda la aristocracia. El emperador Adriano controlaba personalmente la calidad de los platos que se servían a todos sus comensales, y para eso hacía que le llevasen muestras de lo que había en otras mesas, por si acaso en las cocinas habían preparado las viandas de manera diferente: “cuando ofrecía banquetes en múltiples triclinios, ordenaba que sirvieran manjares de otras mesas, incluso de las más alejadas” (Spart.Hadr.XVII,4-5).

Claro que Adriano es uno de los “cinco emperadores buenos”, impulsor de políticas culturales, reformador de la administración, pacificador de las fronteras, viajero, filósofo y militar competente, y por tanto no se espera menos de él. Nada que ver con el comportamiento disoluto y corrupto de Heliogábalo, que se corresponde, cómo no, con el trato a los comensales:

“Al segundo plato, ofrecía a sus parásitos comida, unas veces en cera, otras en madera, otras en marfil, en alguna ocasión en barro y algunas veces incluso en mármol o piedra, con el fin de que pudieran contemplar, en distinta materia, todos los alimentos que él comía, aunque solamente bebían en cada uno de los servicios y se lavaban las manos, como si hubieran comido” (Lampr.Elagab.25,9).

Obsérvese la maldad de presentar los alimentos en efigie, dejando a todos con los dientes largos. Por si a alguien le cabía alguna duda de su posición dentro del grupo. Qué poco elegante por su parte.


En conclusión, el reparto desigual de la comida en las cenas romanas era una forma más -no la única, no siempre- de marcar las diferencias sociales, de dejar claro a cada uno qué posición ocupa en el mundo y especialmente en el círculo de quien le ha convidado. Recordando la célebre expresión de Brillat-Savarin: “dime qué comes y te diré quién eres”, en estas cenas casi podemos decir lo contrario: “dime quién eres y te diré qué comes”.


lunes, 9 de mayo de 2016

CÓMO COMER EN EL TRICLINIO: MANUAL DE URBANIDAD

Triclinio de la Casa dels Dofins (Badalona) Foto: @Abemvs_incena
Comer en el triclinio es todo un arte. No basta con encaramarte al lectus y esperar a que los esclavos te traigan los platos. Hay que conocer todas las reglas para no parecer un paleto y ser objeto de crueles burlas. Y es que un convivium es un acto social muy codificado. Vayamos por partes y analicemos todas las claves para triunfar en el triclinio.

Comencemos por la hora de llegada. Nadie en su sano juicio celebraría una cena como ahora, a las tantas. En la época romana las cenas empezaban hacia la hora octava en invierno o la hora nona en verano, es decir, las 14 o las 15 horas actuales respectivamente. Pero antes se suele hacer una visita a las termas, ya que un baño purificador separaba el tiempo de negocio del tiempo de ocio. El baño es un rito además de una necesidad. Leemos en Marcial: "Podrás estar al tanto de la hora octava; nos bañaremos juntos: ya sabes qué cerca están de mi casa los baños de Estéfano" (XI, 52).

De casa hay que salir con dos elementos, ya que no se les puede llamar cosas. Uno es la servilleta (mappa), que sirve para lo obvio, limpiarse manos y boca, pero también para limpiarse la nariz, secarse el sudor... y envolver porciones de comida sobrantes o regalos que haga el anfitrión.
Es un linteum multiusos. Eso sí, hay que obrar con elegancia, o se puede ser presa de las críticas, como hace Marcial con un tal Ceciliano: "Abarres a diestro y siniestro cuanto se pone a la mesa: la teta de cerda y las costillas de cerdo; un francolín para dos, medio salmonete y una lubina entera, un filete de morena y un muslo de pollo, y un pichón goteando su propia salsa. Una vez envuelto todo esto en una servilleta que escurre, lo entregas a tu siervo para que lo lleve a casa" (II,37). El otro elemento imprescindible con el que hay que salir de casa es con el esclavo personal, el servus ad pedes, que le asistirá en todo momento durante el banquete, por lo que permanecerá siempre a su lado y de pie. Este esclavo es muy útil para recoger sobras y regalos, mantener en pie al amo mareado, ayudar en el alivio de estómagos y vejigas...

Si se trata de una cena mínimamente formal, lo mejor es vestir ropa de etiqueta, es decir, la vestis cenatoria, una toga ligera de muselina, generalmente blanca, que seguramente será cambiada varias veces a lo largo de la cena por razones higiénicas. Ahora bien, la convención dicta que la cenatoria, que también se llama synthesis, solo se puede llevar dentro de casa o en los banquetes, excepto durante las Saturnales, donde todo vale. Es importante no hacerse un lío porque está muy muy mal visto llevar la cenatoria por ahí cuando no son las Saturnales, y al contrario, no vestirse de gala durante esas fechas o durante un banquete de cierto postín. Así pues, nuestro anfitrión seguramente nos ofrecerá una o varias synthesis, para que nos cambiemos y nos mantengamos limpios y sin manchas. Marcial menciona un tal Zoilo que se cambió once veces durante la cena: "Once veces te has levantado, Zoilo, en una cena y te has mudado de batín once veces, no fuera que se te pegara el sudor retenido por tu vestido empapado" (V,79).

Bien, ya hemos llegado a la casa del anfitrión. Es importante aquí no sorprenderse de los detalles a los que no estaríamos acostumbrados. Por ejemplo, aunque nos hayamos bañado, un esclavo nos quitará nuestro calzado y nos lavará los pies, ritual muy normal si tenemos en cuenta que el calzado es abierto y el suelo de las calles está tirando a sucio. La cuestión es que esclavos especializados cambiarán las sandalias habituales por otras mucho más ligeras y cómodas. También será este el momento en que le recogerán la toga y le proporcionarán la cenatoria, le lavarán las manos y le perfumarán. Al triclinio hay que subir estando muy cómodo. Petronio nos revela esta escena: "Cuando por fin nos colocamos ante la mesa, unos siervos egipcios nos vertieron en las manos agua de nieve, al tiempo que otros nos lavaban los pies y, con admirable destreza, nos limpiaban las uñas, acompañándose de canciones" (Satyr.31).

El triclinio, ese mueble de tres lechos con capacidad para tres personas cada uno, tiene también sus propias normas a la hora de situar a los comensales. Nada de "aquí mismo me tumbo yo". Su anfitrión sabrá dónde debe colocarse por su posición social o su cercanía familiar y, si observa que lo sitúan en un sitio inferior, proteste enérgicamente.
Foto: @Abemvs_incena


Intentaré explicarlo de forma sencilla. Los tres lechos del triclinio, de derecha a izquierda, se llaman summus, medius e imus. Como cada uno puede albergar tres comensales, los tres puestos en cada lecho se llaman igual, summus, medius e imus. Huelga decir que cada puesto está separado claramente por cojines y almohadones. Bien, el lecho de más categoría es el lectus medius y, en cada lecho, la posición de más nivel era la del medius, y después la del summus. Sin embargo, si en el convite había un invitado de honor, como un magistrado o un cónsul, ocupaba el locus consularis, que era el lugar de la izquierda del lecho central. Esa posición permitía un fácil acceso si venían a traerle algún mensaje o si tenía que firmar algún documento. Además está junto al lugar que normalmente ocupa el dueño de la casa, que es el puesto de la derecha del tercer lecho. Desde ahí percibe perfectamente a todos los comensales y controla los movimientos del servicio.


El anfitrión puede dejar muy claro al invitado su preferencia o su desprecio situándolo en el triclinio, o dejándolo fuera, como a los parásitos, que suelen comer sentados en un escabel, igual que los niños o los adolescentes que aún no tienen la toga viril, o los esclavos. Por ello mismo es recomendable también llegar puntual, ya que si uno llega cuando ya están ocupados todos los lugares, por ejemplo con amigos que se ha traído por su cuenta algún convidado, toca sentarse en una silla o escabel (subsellium), cerca de la mesa pero fuera del triclinio. Leemos en Plauto: "cuando tenemos que sentarnos en los taburetes que no aquí en los divanes" (Stich. 703). Es cierto que Ovidio recomienda en su Ars amandi llegar siempre un poco tarde, pero su recomendación es básicamente para mujeres que buscan ligue: "Acude allí tarde y no hagas ostentación de tus gracias hasta que se enciendan las antorchas: el esperar favorece a Venus y la demora es una gran seducción. Si eres fea, parecerás hermosa a los que están ebrios y la noche velará en las sombras tus defectos" (3, 751). La cuestión es que era imperdonable llegar tarde: "Por haber llegado hasta el primer miliario a la hora décima -las tres o las cuatro de la tarde-, se me acusa de un delito de perezosa lentitud" (Marcial XI,79). Pero tampoco había que llegar demasiado pronto: "Todavía no te anuncia tu siervo la hora quinta -las diez u once de la mañana- y tú ya me vienes a cenar, Ceciliano (...) Corre, date prisa, Calisto, y haz volver a los camareros sin bañarse; que se tiendan los divanes: Ceciliano, siéntate. Me pides agua caliente: aún no me ha llegado la fría. La cocina, cerrada, está helada, todavía el fogón sin leña. Mejor te vienes de mañana; pues, ¿por qué retrasarse hasta la hora quinta? Para desayunar, Ceciliano, llegas tarde" (Marcial, VIII, 67).

Una vez nos hemos ubicado en nuesto locus dentro del lectus, sea el que sea, nos toca saber comportarnos. Comer en el triclinio no debe ser fácil. Hay que permanecer tumbado, apoyándose sobre el brazo izquierdo, que descansa sobre almohadones, y sosteniendo el plato con la mano de ese mismo brazo izquierdo, mientras que con la mano derecha se cogerán las viandas con la punta de los dedos pero también, según el plato que se sirva, se puede usar una cuchara o un cuchillo. No cometa la incorrección de pedir un tenedor, que no tendrán. Los esclavos servirán la comida ya en pequeños trozos para cogerlos con la mano, que es lo más elegante: "Toma los manjares con la punta de los dedos -hay también elegancia en la manera de comer- y no embadurnes toda la cara con las manos manchadas" (Ovidio, Ars amandi, III, 746-768). Por cierto, si es usted zurdo o zurda, no vale cambiar de brazo: se recostará sí o sí sobre el brazo izquierdo y cogerá los alimentos con la mano derecha, como todos.

Parece que la posición tumbada para comer permite ingerir una mayor cantidad de comida, tanto sólida como líquida, y además tiene la ventaja de permitir al comensal quedarse dormido un rato. Esta costumbre parece que no era rara en la antigüedad. Sin embargo, deja al comensal a merced de lo que le quieran hacer. Por ejemplo, al mismísmo emperador Claudio, que se hinchaba de comer y de beber, cuando se dormía aprovechaban para dispararle "huesos de aceitunas y de dátiles (...) Solían ponerle en las manos sandalias cuando roncaba, para que al despertar bruscamente, se frotase la cara con ellas" (Suet. VIII). Y si el comensal es mujer y se duerme, la cosa puede empeorar: "Tampoco es nada seguro sucumbir al sueño en la mesa: durante el sueño suele atentarse de muchas maneras contra vuestro pudor" (Ars amandi 767 y ss.). Esta recomendación que hace Ovidio a las mujeres, junto con la de no beber demasiado, refleja la imagen que el mundo romano tiene de las mujeres, que deben ser siempre virtuosas, por lo que su comportamiento está siempre vigilado y se le exige una corrección estricta desde el punto de vista moral. Por ello la virtud y el decoro de la mujer se verán siempre cuestionados y comprometidos en las cenas.

Comer en el triclinio no debía de ser del todo agradable si uno era sensible a los
olores fuertes. Sobre todo si se trata de un comedor de invierno, cerrado, hay que imaginar olores fuertes procedentes de las cocinas. Séneca da a entender que Roma entera estaba invadida por este mal olor: "Tan pronto como hube abandonado la atmósfera pesada de la ciudad y el típico olor de las cocinas humeantes que, puestas en acción, difunden con el polvo todos los vapores pestilentes que han absorbido, experimenté enseguida que mi estado de salud había mejorado" (Ep. XVII-XVIII,104,6). A este aroma habría que unirle el de los propios platos y sus preparaciones finales en parrillas en la misma sala el triclinio. No olvidemos tampoco los olores corporales de los diversos comensales, de muy diversa índole. Estos olores orgánicos, hacia el final del banquete tenían que provocar una peste intolerable. Por ello, y aunque algunos emperadores, como Claudio, se plantearon idear "un edicto para permitir eructar y ventosear en la mesa" (Suet. XXXII), lo que de verdad es elegante es aguantarse, lo mismo que hoy en día. Si usted da rienda suelta a su sistema digestivo, lo considerarán un marrano y un maleducado, igual que Trimalción: "Perdonadme, amigos, hace ya muchos días que el vientre no me responde, y los médicos no se aclaran (...) De modo que si alguno de vosotros quiere hacer sus cosas, no tiene por qué avergonzarse. Yo creo que no hay mayor tormento que aguantarse las ganas" (Petronio, Satyr.47).
La manera de compensar el mal olor en el triclinio era llenarlo todo de flores y quemadores de perfumes. No sé si arreglaban algo o lo empeoraban más.

Por último, en la mesa no debemos parecer novatos, sino que nos tenemos que desenvolver con soltura dentro del código de urbanidad. Luciano de Samosata narra la anécdota de un filósofo que asiste al banquete de un rico sin estar acostumbrado, por lo que queda patente su torpeza. No permita que esto le pase: "crees que estás en el palacio de Júpiter, te admiras de todo, levantas sin cesar la cabeza, te sorprende todo, todo te resulta desconocido; entre tanto los esclavos no te quitan los ojos de encima, y cada uno de los comensales espía tus acciones. Advierten tu asombro, se ríen de tu aturdimiento, y deducen que no has comido nunca en casa de un rico, porque el uso de la servilleta te resulta insólito. Ellos disfrutan al ver tu perplejidad, por el sudor que te viene a la cara. Te mueres de sed, pero no te atreves a pedir bebida por no parecer amigo del vino. Aunque sirvan a la mesa muchos platos y por su orden, no sabes de cuál echar mano ni cuál es el primero ni cuál el postre; te contentas con mirar de reojo a tu vecino, tomarlo como modelo y aprender de él (...) Después de esto, llega el momento de los brindis. El dueño pide una gran copa, te saluda llamándote su maestro u otro título semejante. Tú recibes la copa, pero no sabes qué respuesta dar. Con ello te ganas la reputación de rústico y grosero" (Diálogo IX)

Bien, ha llegado con buen fin a la comissatio. A partir de ahora, los brindis, la buena conversación, las bromas y las risas. A disfrutar!



miércoles, 30 de octubre de 2013

HISTORIA ROMANA DEL TENEDOR

El tenedor es un instrumento presente en las mesas desde épocas relativamente recientes. Para ser exactos, desde el siglo XI, procedente de Constantinopla. Pero vayamos por partes.

En Roma el uso del tenedor en la mesa era desconocido. La posición recostada del triclinio hacía bastante difícil de utilizar los instrumentos para los que necesitamos las dos manos, tales como cuchillo y tenedor. Se hacían servir las viandas ya cortadas en trozos pequeños. Cada uno, recostado en el triclinio sobre el brazo izquierdo, que era el que sostenía un plato, tomaba los alimentos con la mano derecha. Ovidio en su Ars Amandi recomienda a la mujer que quiere quedar bien: “Toma la comida con los dedos”, a lo que añade “y no te restriegues el rostro con la mano sucia” (Ars Amandi 750-760). Obviamente son recomendaciones de buen tono, puesto que lo elegante era tomar una porción de comida delicadamente con los dedos. Tras esto, se limpiaban la boca con miga de pan y posteriormente con las recién inventadas servilletas.

Sin embargo, la cultura material nos enseña a menudo restos que bien pueden catalogarse de “tenedor”. ¿Lo son?

La mayoría de las veces se trata de instrumentos de cocina o instrumentos usados por los esclavos que trinchaban y cortaban los alimentos frente a los mismos comensales. Como he dicho, en el triclinio no se necesitaba el tenedor, puesto que los alimentos eran cortados por los esclavos. Así pues, no eran instrumental propio de las mesas. No podemos afirmar con tanta rotundidad si existían en las popinas y tabernas y en las mesas de todos aquellos que estuvieran comiendo sentados.

Constantinopla es la patria del tenedor entendido como un instrumento creado para llevarse cómodamente el alimento a la boca. La cocina bizantina era tan ceremoniosa como el resto de sus rituales sociales y observaba un estricto protocolo en la mesa: en el orden de las comidas, en el cambio de calzado antes de sentarse, en el uso de mantel, servilletas y  recipientes para lavarse las manos y, por supuesto, en el uso de los cubiertos. El tenedor era un invento creado para no tener que mancharse los dedos y lo usaron de forma cotidiana. Sin embargo, seguramente esto no hubiera sido posible si no hubieran hecho un cambio radical en la disposición en torno a la mesa: dejaron de comer recostados en el triclinio y se sentaron a la mesa, como actualmente hacemos.

El tenedor llegó a Europa de la mano de Teodora, hija del emperador de Bizancio. Lo utilizó en la corte de Venecia de forma habitual, provocando escándalos por su extravagancia. Si embargo, este instrumentum diaboli se acabaría difundiendo y ya en el siglo XI era corriente encontrarlo en los banquetes italianos. El resto de Europa debería esperar siglos a utilizarlo de forma habitual, puesto que parece que provocaba heridas en labios, encías y lengua, lo cual supuso bastante rechazo al principio.


La historia del tenedor va ligada a la de Roma, pero esta vez a la Roma de Oriente. 

jueves, 15 de agosto de 2013

MODALES EN LA MESA II: EL EMPERADOR CLAUDIO

El emperador Tiberio Claudio César Augusto Germánico (10 aC – 54 dC), vulgarmente Claudio, era un grandísimo comilón y amante de los banquetes.

En la Vida de los doce Césares, de Suetonio, podemos leer que “estaba siempre dispuesto a comer y beber a cualquier hora y en cualquier lugar que fuese” (Suet. XXXIII), y que “con frecuencia organizó espléndidos festines en parajes inmensos, y de ordinario tenía hasta seiscientos convidados” (Suet. XXXII).  


En cuanto a los modales en la mesa, Suetonio nos indica algunas informaciones muy reveladoras. Por una parte, la posición de los más jóvenes en el triclinio. Generalmente a los niños y jóvenes, si se les invitaba a la cena, se les asignaba un lugar determinado a los pies del lecho triclinar. Así nos lo indica Suetonio: “Sus hijos asistían a todas sus comidas, y con ellos, los nobles jóvenes de ambos sexos, según antigua costumbre, comían sentados al pie de los lechos” (Suet. XXXII). Respeto a las tradiciones antiguas y decoro: cada uno en su lugar en el comedor, según dictes u posición social, edad o sexo. No todos tienen derecho a comer reclinados.

El mismo texto más adelante nos informa de una costumbre tan poco elogiada como habitual: el hecho de que algunos convidados, saltándose completamente las normas más básicas de educación, robasen objetos de valor de los anfitriones: “Recayendo sospechas en un convidado de haber robado una copa de oro, Claudio le invitó otra vez al día siguiente y le hizo servir en un vaso de barro”. Dejar en evidencia públicamente al presunto ladrón es un castigo digno de su delito.

Pero los detalles más interesantes  que hacen referencia a los modales en la mesa , y que se comentan a continuación, tienen que ver con el sueño y la digestión.

Claudio, que se hinchaba de comer y beber, tenía tendencia a dormirse justo tras la comida. ¿Era considerado de buen tono dormirse? Seguramente no, pero era una práctica bastante común. No se levantaban del triclinio sino para irse a casa una vez finalizado el convite y, entre cena y comissatio, el banquete podía alargarse hasta altas horas. Así pues, era una práctica común que, sin embargo, dejaba al sujeto a merced de  lo que los invitados y graciosos quisieran hacerle. A Claudio, antes de convertirse en emperador, cuando se dormía aprovechaban para  dispararle “huesos de aceitunas y de dátiles, o bien se divertían los bufones en despertarle como a los esclavos, con una palmeta o un látigo. Solían también ponerle en las manos sandalias cuando roncaba, para que al despertar  bruscamente, se frotase la cara con ellas” (Suet. VIII). En aquellos tiempos, siendo emperador su sobrino Calígula, a Claudio lo torturaban a menudo y, si llegaba tarde a una cena, se le dejaba dando vueltas buscando puesto en el triclinio.

Años más tarde ya no era el objeto de burlas de la corte y se podía dar el lujo de dormirse tranquilamente tras la comida. “Se acostaba de espaldas con la boca abierta y, mientras dormía, le introducían una pluma para aligerarle el estómago” (Suet. XXXIII). Aligerarse el estómago, vomitar en el comedor, era una práctica habitual, pero no deseable.

Sin embargo, otros procesos derivados de una mala digestión no eran tan bien vistos. Me refiero a las ventosidades y los eructos, que, obviamente, eran de muy mal tono.  Nuevamente una cita de Suetonio nos da la pista de lo desagradables que eran estos “regalos” en la mesa, ya que “se afirma que ideaba un edicto para permitir eructar y ventosear en su mesa –latum crepitumque ventris inconvivio emittendi- porque supo que un convidado estuvo a punto de morir por haberse contenido en su presencia” (Suet. XXXII). Gran detalle el de Claudio. Contra el protocolo per a favor de la naturaleza humana. Y es que es difícil comer y beber tanto y aguantar el tipo todo el tiempo. 


lunes, 24 de junio de 2013

LOS COCINEROS Y EL SERVICIO DE MESA EN LOS BANQUETES

Las cenas en Roma suponían un escenario de representación social con múltiples significados. Ostentación de riqueza y estatus, culto a la personalidad del anfitrión, marca de igualdad o jerarquía, reproducción de vínculos sociales o lugar para el ocio y el hedonismo, el banquete necesitaba para celebrarse con éxito de un ejército de servidores que cumplieran hasta el más mínimo detalle con las necesidades del acto social que era la cena.


La sala donde se celebraba el banquete se veía  incesantemente  concurrida por un numeroso grupo de esclavos dedicados a tareas muy específicas. Poseer un alto número de esclavos era un lujo y motivo de ostentación, y éstos se elegían en función de sus habilidades o su capacidad decorativa.


Entre los que tenían una mayor consideración estaban el nomenclator y el jefe de cocina. El nomenclator recordaba el nombre de los invitados a la entrada del convite y los acompañaba a su puesto en el triclinio. A menudo aconsejaba al anfitrión también sobre dónde colocar a cada invitado, lo cual era sumamente importate, pues cada asignación en el triclinio implicaba un grado diferente de dignidad y jerarquía social. El jefe de cocina, o archimagirus o tricliniarcha, era el encargado de que toda la cena se sirviera correctamente, de que se mantuviera la etiqueta y la limpieza  y se sirviera cada plato en su momento. Tenía un gran conocimiento de los tipos de carne y de los cortes más adecuados para cada una de ellas, y por eso  a menudo era el structor o scalcus, es decir, quien tenía una gran formación en las habilidades de trocear y repartir la carne. Éste controlaba a todos los demás servidores y trinchantes. En las manos de los esclavos estaba el éxito del banquete y del anfitrión, así que es fácil imaginar que los que tenían la función de controlar y coordinar toda la actividad que tenía lugar en el triclinio eran esclavos muy valorados, que podían permitirse el lujo de improvisar movimientos de espadachín con los cuchillos o cortar la carne al ritmo de la música.
En la cocina se hallaban el  o los cocineros, que podían ser propios o alquilados para la ocasión. En general, el cocinero no gozaba de una buena consideración.  Sin embargo, su papel en el éxito de la cena era indispensable. El buen cocinero era siempre hombre (no constan datos sobre cocineras) y se dedicaba profesionalmente a ello. Debía conocer la salsa adecuada a cada ocasión, tratar los alimentos con sumo cuidado y componer los platos con sabiduría y gracia. Para ello debía poseer sentido artístico, lo cual garantizaba más o menos la admiración de los comensales. Era también muy importate que supiera aliñar y combinar el alimento con las correspondientes salsas y especias.  El cocinero debía conocer a la perfección el gusto del anfitrión y saber contentar su gula. Un buen cocinero contribuía a aumentar el prestigio del jefe. Por eso era importante que fueran buenos profesionales fijos en la casa.
En caso de necesidad se podían alquilar los servicios de otros cocineros pero éstos generalmente no gozaban de buena reputación y a menudo se les tildaba de ladrones. La cuestión es que, no conociendo los gustos del patrón, era bastante difícil que pudiera contentar a la clientela.  El cocinero debía de ser capaz de componer un menú con los ingredientes que previamente había comprado el patrón en el mercado: la libertad creativa está, pues, limitada. Por otra parte trabajaba en la cocina, lugar sucio, insalubre por el humo y los vapores, y ruidoso. Las cocinas se alejan del triclinio lo más posible porque muestran una realidad difícil de dulcificar. El cocinero, por más que es imprescindible para que la cena funcione, siempre está asociado a unas connotaciones serviles que parecen unidas al entorno en el que se desenvuelve: lo mismo que la cocina es peligrosa, insana y sucia, el cocinero también adquiere, por contacto, una degradación social de la que no se pudo librar en la Antigüedad. Por supuesto si el cocinero incurría en algú error, al ser esto motivo de mala imagen social para el anfitrión, era golpeado sin remilgos. “Te parece que soy cruel y demasiado glotón, Rústico, porque a causa de la cena golpeo al cocinero. Si esto te parece una causa liviana para los azotes, ¿por qué motivo, pues, quieres que sea azotado mi cocinero?” leemos en Marcial (8, 23). Una comida mal preparada o aliñada, un alimento demasiado crudo, un plato servido a destiempo suponían un problema de imagen para el anfitrión: un bochorno público  que derivaría sin duda en comentarios y cotilleos posteriores. Lo único que podía hacer el patrón para compensarlo era azotar ahí mismo al cocinero, habitualmente amedrentado en los textos literarios.

El resto de esclavos que podemos encontrar deambulando por la sala del triclinio pertenecen a varias tipologías. Los que tienen encomendadas las tareas menos agradables son los analecta, quienes se encargaban de la limpieza, recoger las mesas, barrer los desperdicios del suelo, etc. Posiblemente también lavaran los pies a los invitados antes de comenzar la cena,  en el ritual que también implicaba quitarse las sandalias y ponerse muy cómodo antes de subir al triclinio (soleas deponere). Al respecto de los que barrían el suelo, los scoparii, hay que decir que hacían su labor de forma ritualizada, ya que no se podía barrer en cualquier momento; por ejemplo, era de pésimo gusto barrer cuando un comensal se levantaba dela mesa. Por otra parte, ningún alimento caído al suelo se podía recoger, pues ya formaba parte del mundo de los espíritus y los Lares. Estos restos se recogían para ser ofrecidos a los dioses en la lustratio, una limpieza entre ritual e higiénica en la que los scoparii participaban purificando el suelo con una capa de serrín y azafrán. Estos sirvientes iban poco arreglados y llevaban la barba y la cabeza rapadas.

Los ministratores o ministri tenían a su cargo el servicio de la cena. Se dedicaban a presentar los platos y eran bastante hermosos y exóticos.  Muy jóvenes y de aspecto muy cuidado, servían de marco decorativo al servicio de platos no menos exóticos. A menudo eran griegos, alejandrinos, frigios, sirios, y a menudo ni siquiera entendían el latín. Pero no sólo eran decorativos, debían por fuerza tener experiencia en servir las mesas y en reaccionar ante cualquier eventualidad que surgiera.  En ocasiones hasta recordaban a su patrón normas de comportamiento o le sugerían obras literarias para lucimiento de éste.  

Pero aún había un tercer tipo: los que escanciaban el vino. Estos eran los más jóvenes y hermosos y su actividad se intensificaba durante la comissatio. La idea era parecerse a Ganímedes, el copero celestial, y por ello solían ser niños imberbes que frecuentemente combinaban su labor de escanciadores con la de eventuales amantes.
Vino y erotismo suelen hacer un buen tándem. Recordemos a Marcial: “Dame, niño, besos humedecidos con viejo falerno, dame copas cuyo nivel hayan hecho bajar tus labios. Si a esto añades los goces verdaderos de Venus, diré que a Júpiter no le va mejor con Ganímedes” (11, 26). Más claro, el agua.

Por último, cada comensal llevaba consigo al menos un esclavo, un seruus ad pedes, que permanecía siempre junto  a él, tras el lecho y preferentemente de pie. Su función era prestarle los servicios necesarios, como asistirle en el alivio del estómago, recoger las sobras en la servilleta, ayudar en el alivio de la vejiga, mantener en pie a un amo mareado, etc.


Como en el caso de los cocineros, todos los esclavos podían ser azotados si se equivocaban o no desempeñaban bien su cargo.  Sin embargo, en algunos casos también fueron tratados con el mismo rango que los familiares.


La cena es un acto social completo, un universo con normas estrictas. En las cenas se rinde culto a la personalidad del anfitrión y todos los elementos se combinan para crear ese ambiente de lujo y perfección al que se aspira. El conjunto de esclavos y cocineros es, pues, un factor de lujo más, una ocasión para convertir la cena en arte.